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El invencible verano de Liliana

Publicado en Casa del Tiempo Revista de la Universidad Autónoma Metropolitana  


Cristina Rivera Garza comienza El invencible verano de Liliana con el relato de sus periplos por la Ciudad de México en busca del expediente judicial del feminicidio de su hermana. Liliana Rivera Garza era estudiante de arquitectura en la UAM-Azcapotzalco cuando fue asesinada, el 16 de julio de 1990, por Ángel González Ramos, su exnovio de la preparatoria. Tenía veinte años.

Frente al vacío que deja la documentación aparentemente desaparecida y el desgastante laberinto burocrático, Cristina Rivera Garza se propuso restituir la memoria de Liliana mediante lo que ella denomina un “archivo del afecto”. Si el estado y sus instituciones han ejercido un borramiento sistemático de las víctimas de feminicidio, queda en manos de familiares y amigos la elaboración de los relatos y el clamor por la justicia y la verdad.

No creo exagerar cuando digo que este artefacto literario se ha convertido en un hito de la cultura en México, ya que ha desbordado los límites de lo meramente literario para tocar campos como la sociología, el activismo y la crítica institucional. El fenómeno cohesivo de El invencible verano de Liliana tiene que ver con su orgánica concatenación de estética, política y epistemología más allá del relato en sí mismo, es decir, en la medida en la que surge y se incorpora en una movida cultural mayor -el feminismo actual- en la cual ha encontrado, de manera natural, el eco que potencia su sentido más cabal.

Verlas a ellas
Leemos y oímos diariamente historias de feminicidio (el promedio en México son diez por día) y, sin embargo, esta nos ha cimbrado con enjundia. No tiene tanto que ver con el meollo de la historia en sí misma: el feminicidio de Liliana Rivera Garza no es del todo diferente a cientos de casos que podrían ser sus calcos. Una mujer inteligente que va ganando autonomía conforme la experiencia universitaria abre para ella nuevos horizontes y un novio de preparatoria que se le queda chico. Ante la decisión de ella de terminar de manera definitiva con la relación, “la decisión de él fue que ella no tendría una vida sin él”.

Como la misma Cristina subraya, la violencia machista que eventualmente culmina en feminicidio no ha de verse como un conjunto de acontecimientos únicos, especiales y aislados, sino que responde a patrones generales y recurrentes. Pero la vida de Liliana, y la de cada una de las víctimas, sí que fue única y especial. La novela se entroniza en esa perspectiva: mucho más que la narración de un crimen, aunque obviamente también siéndolo, Cristina Rivera Garza ha escrito un homenaje a la vida de Liliana, a sus padres y a ella misma. Al hacerlo ha honrado a todas las víctimas de feminicidio, a sus familias y, en general, a toda una subjetividad fragilizada por los poderes necropolíticos y patriarcales que hoy nos signan. Por eso su efecto, el impacto que ha tenido, no ocurre desde los terrenos sórdidos del morbo, sino desde la empatía y la solidaridad.

Han pasado treinta años y Cristina Rivera Garza ha tenido que elaborar el duelo íntimo, convocar al duelo familiar y dar un cauce escritural a la tragedia; pero en este periodo también se ha ido sedimentando un cambio social que proveyó a la escritora el vocabulario para acometer su proyecto: “uno nunca está más inerme que cuando no tiene lenguaje”.

El feminismo nos ha dado un lenguaje con el que hoy es más fácil identificar y combatir la violencia machista. Hace tres décadas la palabra feminicidio no formaba parte del léxico popular y este no era un crimen tipificado en el código penal en México. El asesinato de una mujer era considerado un asunto del ámbito familiar y, por lo tanto, se manejaba de manera privada. De alguna manera, Cristina ha convertido el feminicidio de su hermana en un suceso público y, al hacerlo, ha generado en torno al caso, y en torno al hecho literario, una comunidad de pertenencia y sentido. Convierte su historia personal en asunto público, y, así, político.


Acompañadas

Cuando el lenguaje se agita, los relatos cambian y ¿qué es la episteme epocal sino el conjunto de relatos que definen un momento? El invencible verano de Liliana es la reificación de un cambio epistémico que lleva tiempo flotando sobre algunos sectores sociales y que irá infiltrando cada vez más a las estructuras del poder. Me refiero aquí al emplazamiento desde el que opera la narrativa, sintetizable en su invocación del conjuro antipatriarcal del performance de Las tesis (“y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía …”), pero también a la escritura que se busca y desentraña, haciendo valer su condición feminizada más radical e intrínseca. Aquí estoy siguiendo a Ursula K. Leguin cuando argumenta que los orígenes de la civilización no hallan su correlato material en las primitivas armas, lanzas y demás utensilios de caza y guerra, sino en cestos, bolsas, vasijas, textiles y, especialmente, en la capacidad de cuidar de los otros y de contar historias (y de contar historias como parte del cuidado de los otros). Las labores de urdimbre y escucha ocurren comunitariamente: nos sentamos a tejer y hablamos.

En su célebre ensayo Los muertos indóciles (2013) Cristina Rivera Garza teorizó su apuesta estético-epistémica por la “escritura desapropiada”: hacer visible la participación de los otros en los procesos de escritura que históricamente se han atribuido al genio lírico individual. En el terreno de los estudios literarios, la escritura desapropiada cuestiona los alcances de la autoría y la construcción del canon, pero tiendo a creer que en el caso de El invencible verano de Liliana, en su vida social y socializadora más allá del texto, la desapropiación es solo el método, pues el resultado es lo que llamo (y siento como) una escritura/lectura acompañada.

No hay épica ni grandeur en la narrativa, antes bien se hace un viraje hacia los registros menores: la historia cede ante la anécdota, son pequeños fragmentos, conversaciones casuales, episodios que se van recogiendo como quien quiere reconstruir una vasija rota. Pero la escritura, aunque personalísima, no es individualista: como en su recientemente publicada Autobiografía del algodón, aquí el punto de partida de Cristina Rivera Garza es la búsqueda de un archivo detrás del cual parte en compañía de una amiga. Después acude a testigos y a toda una red de referentes y actores para sumergirse en largos ejercicios de escucha y diálogo que son la condición de posibilidad para urdir el relato.

Es una escritura afectuosa e integradora, pero no es puramente testimonial. Interactúa con una multiplicidad de voces para tamizarlas e incorporarlas en la narración, comenzando por la misma Liliana (presente en sus notas, cuadernos y cartas), pero también, y de manera singular, la sociedad que la conoció y le sobrevive: anécdotas de sus amigos y familiares, documentos jurídicos, textos académicos, canciones, pintadas callejeras y consignas feministas son invitados al texto.

Rivera Garza ha dicho que no escribe sobre las víctimas de feminicidio sino con ellas y, por lo tanto, en la medida en la que todas hemos sufrido en mayor o menor grado la violencia machista, esa escritura es también con nosotras. La movida social la acompañó en sus procesos personales y creativos conducentes a este libro y nosotras también nos sentimos acompañadas. El “no estás sola” que llevamos años gritando en las calles y pintando en las paredes, cristaliza así escrituralmente.

La popularidad, distribución y difusión de El Invencible verano de Liliana ciertamente está en relación directa con las capacidades de mercadeo de la casa que la respalda (Penguin Random House es una de las más poderosas editoriales multinacionales y con gran presencia en los países de habla hispana), pero sus logros como acontecimiento cultural no se limitan a ser un éxito de ventas. Así, y al margen de sus cualidades intrínsecamente literarias, el fenómeno de El Invencible verano de Liliana puede explicarse en virtud de ese acompañamiento que ha sido agradecido con reciprocidad por sus lectoras.

Traerte a la casa (al lenguaje) de la justicia
En septiembre de 2020, y como resultado de la presión mediática que había levantado el caso a través del libro, las autoridades finalmente encontraron el expediente del asesinato de Liliana. En la marcha feminista de 2021 la periodista Daniela Rea enarboló un cartel clamando justicia para el caso y el hashtag #JusticiaParaLiliana creció vertiginosamente, acumulando miles de publicaciones y retuiteos que no paran. Junto con la publicación del libro se abrió una cuenta de correo electrónico para recabar información relacionada con el paradero del feminicida. En agosto de 2021 un correo electrónico anónimo informó que Ángel González Ramos se había cambiado el nombre y había huido a Estados Unidos, donde presuntamente murió en 2020. El 8 de marzo de 2022 la arquitecta Lorena Sanmillán organizó una lectura colectiva en línea de El invencible verano de Liliana. El 22 de noviembre de 2022 se develará un mural memorial para Liliana Rivera Garza en el campus de la UAM-Azcapotzalco.

Gran parte del reclamo de Cristina y sus familiares tiene que ver con el correcto uso del lenguaje para hablar del feminicidio de su hermana. No fue un crimen pasional. No se lo buscó. No fue culpa de ella ni de su familia. El estado mexicano no le hizo justicia penal a Liliana y no lo ha hecho, ni lo hará, con decenas de miles de mujeres. La escritura, sin embargo, tiene el poder de procurar otro tipo de justicia no menos necesaria. El invencible verano de Liliana ha convertido una historia de machismo en un suceso feminista para la posteridad y lo ha hecho en compañía de nuestras voces vivas, que claman desde las bases. Seguimos pronunciando los nombres de las ausentes, haciéndolas, así, presentes.

Diana Cuéllar Ledesma


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