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Resisting the Present [by turning to the past or creating a new HD reality] México 2000/2012

Antes de entrar leí el folleto con el epígrafe de Huidobro: no copiar la realidad, sino inventarla. Luego levanté la mirada hacia el muro falso con la obra de Tercerunquinto: No hay artista joven que resista un cañonazo de cincuenta mil dólares.
Tercerunquinto. No hay artista joven que resista un cañonazo de $50,000 dólares, 2011.

      
                                                      
   La exposición Resisting the Present se define como una mirada a la joven escena artística mexicana activa en los últimos doce años. Nacidos en su mayoría después de 1975 y con obra que, según las curadoras Ángeles Alonso Espinosa y Angeline Scherf, privilegia un compromiso cabal con la actualidad, los artistas Edgardo Aragón, Marcela Armas, Erick Beltrán, Diego Berruecos, Iñaki Bonillas, Mariana Castillo Deball, Minerva Cuevas, Jonathan Hernández, Arturo Hernández Alcázar,  Bayrol Jiménez, Alejandro Jodorowsky, Adriana Lara, Gonzalo Lebrija, Ilán Lieberman, Juan Pablo Macías, Jorge Méndez Blake, Jorge Satorre, Pablo Sigg, Héctor Zamora, el colectivo Tercerunquinto y los cineastas Natalia Almada, Amat Escalante, Nicolás Pereda y Carlos Reygadas, conforman la muestra. Producida conjuntamente por el Musée d'art moderne de la Ville de Paris y el Museo Amparo, Resisting the Present estuvo abierta en el Museo Amparo en la ciudad de Puebla, México, hasta el 15 de enero de 2012
   El ímpetu combativo de las poéticas del siglo pasado se alude en la mayoría de las obras y en la tesis misma de la exposición: resistir es estar en la lucha. Si bien lejos del brío antropófago del Concretismo brasileño,  y de la expereimentación lúdica del arte Madí argentino, el Creacionismo español o el ánimo colectivo y de intervención urbana de Los Grupos de México, la nueva movida no es ingenua.[1] Y sin embargo prevalece en ella el dejo impasible que Alberto Chimal bien describe al hablar de los escritores mexicanos que, como él, se acercaban a los treinta años al empezar el milenio:

(...) narradores pasivos y contemplativos, tramas casi desprovistas de acontecimientos —aunque algunas de sus premisas iniciales fueran estrambóticas o escandalosas—, un ambiente urbano y contemporáneo visto de manera no desapasionada pero sí distante y, sobre todo, una sensación de desencanto: profunda melancolía que desembocaba en amargura, en efusiones sentimentales o en observaciones cínicas sobre una realidad hostil.[2]

   La descripción parece acertada para la generación huérfana de ideales: yuppies, indies, yindies, hipsters, yipsters, alterna-yuppies, slackers, trendsetters y grups[3]. La sensación del “llegamos tarde”, somos la generación X, nacimos cuando el siglo se estaba acabando, asistimos al fin de la historia –o lo que en el caso que nos ocupa podría interpretarse como: “no alcanzamos a ser parte de La era de las discrepancias (1968-1997)”– podría conducir con facilidad hacia el ánimo desesperanzado de la frivolidad, el cinismo o la inacción.
   Afortunadamente para los que cayeron en la nostalgia de fin de siglo, y pensaron que los grandes acontecimientos eran cosa del pasado, el presente es bastante trepidante y abundan los temas candentes. La eclosión de la comunicación en tiempo real, los reajustes socio-culturales en torno a las redes sociales y el cambio de subjetividad producto de ellos, así como la escalada sin precedentes de la violencia ligada al narcotráfico se suman a los problemas de antaño: crisis económica, educación deficiente, caos urbano, violencia de género, negligencia, migraciones, discriminación, abusos de autoridad y corrupción.
   Según Chimal, los temas centrales de la literatura mexicana finisecular eran siempre dos: el tiempo y la memoria, “y todas las historias desembocaban en la misma idea de un daño o una pérdida: en angustia ante el existir en un mundo donde ya nada es posible y sólo se puede repasar lo que fue”. Pero a menudo las posibilidades de tal repaso se han convertido en locus y meollo del arte reciente, y en algunos casos han sido adoptadas como agenda política.[4] Revisiones críticas, genealogías, reinterpretaciones, nuevas arqueologías y la tan en boga compulsión por el archivo parecen dictar la pauta de la práctica actual: resistir al presente mediante nuevas aproximaciones al pasado que develen nuevas cartografías y posibles lecturas de la actualidad.
    Paradójicamente, los fantasmas de la historia, el tiempo y la memoria se enfatizan en esta muestra que defiende el compromiso con el presente. El intento de evocar lazos entre México y Francia, tema que ameritaría una exposición aparte, constriñe y orienta la lectura de algunas obras contemporáneas hacia su relación con el arte francés del siglo pasado y a la herencia asumida de Dadá y el Surrealismo. Si esto no bastara para sacar a la muestra de su eje, esta también incluyó un ciclo de cine mexicano reciente y una referencia atemporal a la estética tremendista del chileno Alejandro Jodorowsky.
   En general, las vinculaciones entre obras resultan demasiado obvias: las tiras cómicas de Jodorowsky Fábulas pánicas (1960-1970) se exhibieron en la primera sala frente a Recuerditos (2011), de Bayrol Jiménez. Por su parte, Fémur de elefante mexicano (2010), de Jonathan Hernández y Pablo Sigg, se relaciona con Fémur de la femme françoise (1965) de Marcel Broodthaers, y Estrella de mar (2010) de Iñaki Bonillas se exhibió en una pequeña sala junto al poema L’étoile de mer (1927) de Robert Desnos y frente a la película homónima de Man Ray (1928). Los vínculos propuestos, además de literales, resultan forzados. Eurocentrismo, ingenuidad o una tesis de fondo mal resuelta en la exposición podrían ser las razones que orientaron la curaduría hacia tal desliz. Que, sin embargo, pienso, obedece a motivos de financiamiento. La pregunta en tal caso sería por qué no vincular el arte mexicano actual con su contemporáneo francés en vez de dar ese, romántico y cómodo, viraje hacia las vanguardias.
Jorge Méndez Blake. Das Kapital, 2009

   Por fortuna, algunas piezas pudieron escapar del designio “evocativo”. Das Kapital, de Jorge Méndez Blake, artista que ha venido trabando con textos y libros, consiste en un muro de ladrillos sostenido en una esquina por un tomo de El capital de Marx; En donde estoy va desapareciendo, de Mariana Castillo Deball, cuya obra se vincula con la historia y la discursiva de museos de antropología, o la investigación fotográfica de Diego Berruecos, que analiza la política, lenguaje, paisaje, arquitectura y memoria colectiva que rodean la imagen del anquilosado Partido Revolucionario Institucional (PRI), aunque no niegan que su materia prima y su preocupación sean el tiempo, la memoria y el olvido, parecen menos subordinadas a la francofilia y con muchos más usos activos en el presente.
   I-Machinarius (2008) de Marcela Armas es sutil y efectiva, una pieza de apabullante actualidad y fuerza. Consiste en una máquina industrial en constante movimiento colgada de la pared bajo la forma de un mapa invertido de México, cuyo mecanismo funciona gracias a un sistema lubricado con petróleo que escurre a lo largo del muro, dando así la impresión de derramarse hacia la frontera con los Estados Unidos. Si la obra puede funcionar como metáfora óptima de la fuga de recursos hacia el exterior, también lo hace como la del país como mecanismo avejentado que con trabajos logra seguir en movimiento; la de la pésima administración y aprovechamiento de los recursos naturales o del petróleo como motor y desgracia de nuestra situación actual.
Marcela Armas. I-Machinarius, 2008. 
   Probablemente, la mayor parte de los padres de los artistas de la muestra creyeron que sus hijos se dedicarían a “administrar la abundancia”, según dijo el presidente López Portillo cuando entre 1978 y 1981 se descubrieron yacimientos petroleros en el sureste del país. Como todos sabemos, tal no fue la suerte ni de los artistas de la muestra ni de nadie, y lejos de administrar riquezas las jóvenes generaciones hemos visto nuestra vida pasar como un continum de crisis y devaluaciones. “Nos ha llovido sobre mojado”, parece decir la obra Nube negra de Arturo Hernández Alcázar – objetos levantados de chatarrales y mercados públicos en abandono suspendidos sobre el patio del Museo Amparo– que, por cierto, incluye restos de la explosión de 2010 en San Martín Texmelucan, Puebla, causada por la “ordeña” clandestina de ductos de combustible de PEMEX.
   Si parece que todo confluye en preocupaciones y motivos recurrentes, también podría ser lo opuesto. No es gratuito, la realidad está cada vez más fragmentada y la interacción en tiempo real nos hace más conscientes de ello. Lo anterior, aunado al “photoshopismo” (coexistencia y superposición de capas) tan característico de México, resulta en una especie de “imagen acoplada”[5] de la realidad, inaprehensible e inagotable. De esto da cuenta el cine mexicano de la década, que muchas veces muestra las intersecciones y bifurcaciones de las múltiples clases, razas, géneros y formas de vida del país.
    La muestra enfatizó la emergencia en la última década de un cine mexicano crítico y de filo social. Así, se organizó un ciclo de cine paralelo a la muestra en el que se exhibieron cuatro filmes: El velador (Natalia Almada, 2011), Los bastardos (Amat Escalante, 2008), Serenghetti (Carlos Reygadas 2009,) y Verano de Goliat (Nicolás Pereda, 2010). La selección de las películas no fue gratuita si atendemos a la inclinación curatorial por mostrar un arte comprometido con el presente y que discute y denuncia las actuales condiciones políticas y sociales del país, de las que, huelga decir, no escapa. Jorge Ayala Blanco en su diccionario del cine mexicano ha dedicado el último volumen, en donde analiza el cine mexicano producido de 2007 a 2011, a la justeza. Según el autor, este puñado de películas mexicanas recientes que son en su mayoría ignoradas, apoyadas por el Estado y que tardan dos o tres años en ser vistas por el público, “dos semanas después de estrenadas, ya se habrán convertido, por desgracia, por fin, en objeto de inaccesibilidad, nostalgia, culto, olvido clemente, o de heroico rescate discreto, a contracorriente y acaso también ignorado (…)”[6]
    Precisamente es en el filo social y el ímpetu de denuncia donde convergen mucho del arte en la muestra y el cine presentado en ella. En la película Los Bastardos, de Amat Escalante, dos migrantes mexicanos en Los Ángeles asesinan por encargo a una mujer estadounidense. Con claras referencias a Funny Games de Haneke, esta película, como ha dicho Ayala Blanco, “con sólo dos tiros y su consecuente par de baños de sangre, convierte al laconismo en una forma extrema de la violencia y viceversa”[7]. Por su parte, El velador, de Natalia Almada–documental del día a día en torno a los “narcomausoleos”– es una película sin violencia sobre la violencia. Resulta entonces multilayer en sí misma: funciona superponiendo imágenes y realidades que se promiscuyen y, aun siendo contradictorias, no se excluyen entre sí. El fenómeno podría ser análogo a las “máscaras de capa” del Photoshop: se utilizan para cubrir partes de una imagen que no interesa mostrar, pero las partes cubiertas no se pierden, sino que se ocultan tras la máscara sin necesidad de borrarlas.
   Y aunque nadie escapa del “photoshopismo”, insisto en que la nueva movida no es ingenua.[8] Al salir de la última sala leí en el cuadernillo-guía un fragmento del texto del novelista mexicano posturbano Guillermo Fadanelli, propuesto ahí a modo de conclusión: “hacerse a un lado para enfatizar que no deseamos pertenecer a un mundo en el que no tuvimos poder de elección”; luego volteé para ver de nuevo la obra de Tercerunquinto. Las ranuras en el muro provisional, construido ex profeso para ser intervenido, dejaban ver el muro verdadero. Esto lejos de neutralizar el ánimo confrontacional de la obra de perforar el muro de un museo, potenció sus posibilidades semánticas y la picardía de retomar la frase célebre del presidente mexicano Álvaro Obregón sobre esa gran tradición nacional de la corrupción : "No hay general que resista un cañonazo de cincuenta mil pesos".


Colofón
Acá pueden ver el artículo del colega Ramón Almela en critic@rte sobre la misma expo  
Y acá el de Anne Marie Mergier en Proceso

[1] Cuando digo lejos no me refiero sólo a la distancia temporal, sino, a causa de ella, a la paradójica situación de que el arte más reciente hereda y a la vez difiere sustancialmente de estos movimientos. Los artistas ya no se agrupan en torno a manifiestos, poéticas o programas comunes bajo las sombrillas de los “ismos”  con miras a lograr cambios radicales o acciones totales; la tendencia actual se encamina hacia la localización, fragmentación, microacción y micropolítica. Los artistas en la muestra difícilmente harían suya la consigna de cambiar el mundo: “quizá el arte de las obras sea generar la posibilidad para crear otros mundos, ahí donde pareciera no haber ni la más mínima oportunidad para ellos”, dice el folleto.
[2] Alberto Chimal. “Generación Z”. Crítica 146. Noviembre, 2011. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Disponible en http://revistacritica.com/ensayo-literario/generacion-z-por-alberto-chimal
[3] Véase Adam Sternbergh “Up with Grups” en New York Magazine. Marzo 26, 2006. Disponible en http://nymag.com/news/features/16529/
[4] Es el caso de jóvenes artistas del Cono Sur que se han dedicado a la revisión de temas, lugares y archivos de las dictaduras militares sufridas por dichos países.
[5] En la jerga de Photoshop acoplar una imagen significa que todas las capas existentes en un documento se unen en una sola, es decir, creando una sola imagen.
[6] Jorge Ayala Blanco. La justeza del cine mexicano. México: UNAM, Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, 2011
[7] Ib.
[8] Y tal vez sea más ingenua la mirada que la tiene por ingenua, indiferente, derrotista, emo.

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