El hablar de domesticidad es describir un conjunto de emociones percibidas, no un solo atributo aislado. La domesticidad tiene que ver con la familia, la intimidad y una consagración al hogar, así como una sensación de que la casa incorpora esos sentimientos y no solo les da refugio.
W. Rybczynski: La casa. Historia de una idea
1. Anagrama y política
La reciente inclusión de la palabra amor —y su dilatado campo semántico— en el vocabulario político mexicano hace pertinente un debate sobre la educación sentimental en el país y sus zonas de contacto/impacto político. La retórica “amorosa” comenzó a entrar en la política antes de las elecciones de 2012, cuando Andrés Manuel López Obrador contendía, por segunda vez consecutiva, como candidato a la presidencia del país y MORENA todavía no era un partido político, sino una asociación civil liderada por él. (1) Resulta comprensible que el demagógico proyecto morenista de hacer de México una “república amorosa” encontrara eco entre el grueso de la sociedad mexicana, atravesada como está, por todo tipo de violencias, dolor y hartazgo. López Obrador no ganó las elecciones de 2012, pero sí las de 2018 con un amplio margen de ventaja.
La apelación emocional en el discurso político no es un fenómeno nuevo ni aislado. Su impetuoso y reciente revival ha despertado todas las alarmas ante una peligrosa repotenciación de los extremismos nacionalistas, los discursos de odio y el populismo. Paulina Aroch y Brían Hanrahan consideran que, en el caso mexicano, la implementación del amor como categoría política se ha erigido como la plataforma desde la que el actual presidente y sus allegados ejercen (al menos en lo discursivo) lo que los autores denominan como su “ascetismo político”. (2) Ciertamente, iniciativas como la implementación de una “Constitución moral”, la reconciliación nacional, la austeridad republicana o su slogan de campaña “abrazos, no balazos”, apelan a una determinada moral y su consecuente dimensión emocional.
En diciembre de 2018 López Obrador tomó posesión de su cargo como presidente de México. Ese mismo mes se estrenó Roma. Dado que el melodrama, como principio estructural de la educación sentimental en México, está en relación directa con la tradición audiovisual nacional (radio, cine y televisión), el título con el que el crítico cubano Dean Luis Reyes encabezaba su reseña de aquella película llamó mi atención: “Roma, o la reinvención del cine de lágrimas”. En dicho texto, y tras elaborar un valioso análisis del filme, el autor concluye, entre otras cosas, que la película es una “interfase entre el viejo cine mexicano y una sensibilidad que opera menos a partir de producir una imagen de lo nacional que desde la noción de lo transnacional.” (3)
¿Cómo y por qué reinventa Roma el melodrama a la mexicana? (4) ¿Cuál es la idea de amor que prevalece en el filme? ¿Cómo es que el lenguaje cinematográfico (de)construye determinadas acepciones de maternidad, familia, infancia y país? ¿De qué manera opera todo esto dentro y fuera del contexto mexicano en la coyuntura geopolítica actual? Una salsa de Rubén Blades ya sentencia la dimensión casi inefable de estos asuntos: “familia es familia y cariño es cariño”.
El título de la película contiene ya su poderosa ambivalencia: en la dimensión más estrictamente local, Roma es el nombre de un barrio de la Ciudad de México; en términos geopolíticos, la capital de Italia. Hay que notar que estas variaciones en la acepción de una misma palabra responden a criterios político-territoriales; sin embargo, leída “al revés” (como anagrama) la palabra roma deviene en: amor. El amor es una categoría del ámbito sentimental asumida como universal para la totalidad del género humano. En efecto, la trama de Roma está ambientada en un contexto hiperlocalizado (la ciudad de México en el año 1971), pero casi toda la acción transcurre en un medio familiar y doméstico que, por sus connotaciones afectivas, logra operar sin problemas a nivel abstracto.
Una lectura simple indicaría que en Roma hay una familia, heterosexual, nuclear y burguesa. Esta se compone por un padre y una madre, cuatro hijos y una abuela que vive con ellos. Algunos dirían que las dos criadas que viven en la casa forman parte del grupo familiar y esto último podría generar opiniones encontradas (pero en esta ocasión no voy a detenerme en esto). Sin embargo, la lectura inversa (anagrama) nos muestra lo contrario. Que la trama del filme gire mayoritariamente en torno a una unidad familiar no quiere decir que no haya en Roma otras familias; antes bien, lo que este hecho subraya es que esas familias han sido desplazadas, dislocadas y subsumidas bajo el orden dominante de la familia heteropatriarcal de clase media urbana.
Pensemos en las criadas Cleo y Adela, dos muchachas indígenas que emigran a la capital por razones económicas. En cada caso hay una familia rural, muy probablemente campesina, fragmentada por la separación física y la experiencia migrante. Existe también, espectralmente, la familia de Fermín, el novio de Cleo, quien, tras quedar huérfano de madre, fue criado por su tía en medio de la miseria de Ciudad Nezahualcóyotl. No menos relevante es la familia que habrían formado Cleo y su hija no deseada de no ser por el aborto espontáneo que sufre la primera. A estos casos podría incluso añadirse la nueva familia del padre de la familia burguesa, quien ha abandonado a su esposa e hijos para vivir con una mujer más joven. En cualquiera de los casos, Roma desmonta el ideal de la armonía familiar para incidir en las fricciones y violencias inherentes a esta unidad social. Un hecho significativo, sin embargo, es que existe una axiología según la cual la pervivencia de un determinado modelo de familia radica en el perjuicio de las otras: para que la familia nuclear burguesa pueda mantenerse y reproducirse es menester “sacrificar” o violentar otras formas de familia y sociedad excluidas del proyecto moderno (pensemos, por citar un ejemplo elocuente, en la planificación urbana, el diseño de los automóviles y las nuevas viviendas; estos últimos están pensados para familias nucleares con pocos hijos y no para la familia extendida agraria, que incluiría a abuelos, tíos, primos, etc.).
Aunque naturalmente el mexicano no es el único estado cuyo fundamento moral descansa en una retórica familiarista, lo cierto es que sus particularidades históricas (siete décadas de concentración del poder en un único partido político, emanado de una fallida revolución social y legitimado en su nacionalismo paternalista) en combinación con ciertas características de su sociedad (mayoritariamente católica y conservadora, heredera de estructuras sociales de raigambre agraria) han tenido como consecuencia que “la gran familia mexicana” se haya convertido en un ente cultural hegemónico y estructurador de prácticamente todas las esferas de la vida. En México, como en la gran mayoría de los estados contemporáneos, existe una equivalencia simbólica entre familia y nación que se mantiene vigente mediante el principio del parentesco. Así lo puso en evidencia una performance reciente ocurrida en Madrid: estando embarazada, la artista peruana radicada en España Daniela Ortiz se realizó una transfusión de sangre de un ciudadano español. La acción tuvo lugar en 2016 y su título Ius Sanguinus, que en castellano significa “derecho de sangre”, aludía al precepto de la Unión Europea según el cual la nacionalidad de un recién nacido no está dada por su lugar de nacimiento sino por su filiación (ser descendiente directo de un ciudadano europeo).
Pero volvamos a la canción de Blades, cuya lírica es un relato acerca de la importancia de los valores familiares en contextos de urgencia social. Para enfrentar y prevenir las desgracias, canta el panameño, es necesario que en las casas (familias) haya mucho amor y también mucho control. La incorporación de este último término aporta un singular giro a las configuraciones emocionales tan profundamente enraizadas en la música popular de América Latina. La familia, además de espacio afectivo y atávico, se presenta aquí como el espacio primero del disciplinamiento de los cuerpos y las subjetividades.
Sin embargo, Amor y control es un tema de 1992, que corresponde a un momento particular del desarrollo de la salsa en el que el género incursionó en letras de compromiso social, especialmente en el contexto de las comunidades latinas en Estados Unidos. El México que presenta Roma no fue educado sentimentalmente por la salsa, sino por el bolero y las rancheras. A pesar de que hacia 1971 los cambios culturales a escala mundial se habían precipitado en relación directa con las transformaciones de la cultura de masas (mediante el rock and roll y la irrupción del movimiento hippie y su búsqueda por una reconfiguración radical del orden social), en México y América Latina la impronta romántica de largo espectro se mantuvo como una constante que osciló sin llegar a cambiar radicalmente su trayectoria. Los saberes cotidianos sobre el cortejo y las relaciones románticas (en tanto que bases primeras de las futuras familias), siguieron transmitiéndose generacionalmente mediante el aprendizaje preconsciente de la canción popular, que, como sostiene María del Carmen de la Peza, suele actuar como "catálogo de comportamientos afectivos”. (5) Fue Carlos Monsiváis quien elaboró a fondo la reflexión sobre las categorías sentimentales en México y sus intersecciones con la cultura popular y de masas. En la cultura popular del siglo XX, argumenta Monsiváis, las experiencias sentimentales de los mexicanos fueron moldeadas por el trío bolerístico de cine, radio y canción popular y en este orden de cosas, continúa, la “grandeza sentimental” del país oscilaba entre “dos polos que son uno solo: la inmanencia de la familia y la exaltación del macho.” (6)
Como mexicana que pasa la mayor parte del año fuera de México, me resultó sorprendente y fascinante la recepción que tuvieron, con pocos meses de distancia, las películas de Coco y Roma entre ciertos colectivos de inmigrantes mexicanos en Madrid. Entre el grupo de Facebook de madres mexicanas al que pertenezco, Coco fue generalmente asumida como una hermosa película promotora de “nuestros valores”, mientras que Roma causó desconcierto. Una conocida me comentó que le había resultado chocante la imagen de la familia descompuesta y la madre borracha (la famosa secuencia en la que Sofía le dice a Cleo “siempre estamos solas”). Sin embargo, el cóctel de nacionalismo + manejo mediático que se había hecho del filme de alguna manera obligaba a sentir cierta empatía o, por lo menos, “reconocer” que se trataba de una buena película, aunque personalmente no hubiera gustado. Más allá de aquel grupo, las opiniones que recibí fueron por lo general encontradas, y la mayoría de las personas que manifestaban que no les había gustado la película mencionaban que era “lenta” o que en ella “no pasaba nada”. Volveré sobre esto después.
Por momentos fantaseé con que los creadores de Coco habían tomado a Monsiváis como su manual de uso de la emotividad mexicana. El filme en cuestión abreva del cine clásico nacional (la llamada “época de oro”) así como de la cultura popular y de masas. Su dramaturgia, por tanto, se articula en torno a los tres ejes discutidos por aquel autor: familia, macho y canción popular. Resulta revelador que, al igual que en Roma, en Coco la entidad familiar esté signada por el abandono del padre. Sintetizando al máximo, su trama gira en torno a un padre ausente que, mediante un guión rico en peripecias, termina por ser redimido. Hay un protagonista infantil que quiere ser músico, pero su vocación se ve truncada por una prohibición familiar que se remonta a generaciones. Su tatarabuelo, un músico que abandonó mujer e hijos para perseguir sus sueños, es un personaje innombrable en la familia y el causante de que la música esté vetada de la casa familiar. Sin embargo, cuando se descubre que el susodicho tatarabuelo tuvo la firme intención de volver con su familia (cosa que no pudo concretar porque lo mataron), ese hecho no solo basta para eximirlo de la responsabilidad de sus actos, sino que además, a nivel simbólico, la revelación funciona como sanadora del trauma fundacional del clan, elemento para la reconciliación familiar y liberación subjetiva del protagonista, quien obtiene la venia para dedicarse a la música.
Ciertamente, Roma se conjuga bajo el doble signo de la familia y el macho, pero lo hace, sospecho, desde un distanciamiento con respecto a ambos. Todas las familias que presenta están rotas o, cuando menos, en crisis, mientras que la figura del macho funciona como detonante de los conflictos dramáticos, que son, en última instancia, solventados y resueltos por los personajes femeninos. El desmontaje del arquetipo del macho es una operación común en las películas mexicanas de Alfonso Cuarón. Solo con tu pareja, su opera prima es la típica historia del casanova que termina por enamorarse sin ser correspondido y quien, a lo largo del filme, se ve envuelto en una serie de situaciones que parodian y ridiculizan el estereotipo del macho mujeriego. En Y tu mamá también, Gael García Bernal y Diego Luna intentan seducir a una atractiva mujer mayor que ellos (Maribel Verdú) haciendo gala de su (heterosexual) hombría, pero al final, los dos amigos terminan involucrados en un contacto homosexual. Dean Luis Reyes destaca de Roma la secuencia en la que un grupo de hombres fornidos son incapaces de realizar una proeza física que la gestante Cleo consigue ejecutar sin dificultad alguna. Es una imagen poderosa, como si en medio del cataclismo ella fuera la única persona capaz de conseguir templanza y equilibrio.
3. Vinagre y prótesis
Se ha discutido mucho acerca de si Roma ha de considerarse un filme social, melodramático, testimonial, personal o intimista. Me aventuro a decir que, más que eso, aunque de alguna manera también siéndolo, se trata de una maternidad (en alusión al género pictórico así llamado) en la medida en que se centra en los universos y afectos femeninos y especialmente en las instituciones de la maternidad y la familia; dos entidades fundamentales en la articulación de los espacios domésticos (privados), y públicos, y que son, en definitiva, las expresiones últimas del ordenamiento social y el disciplinamiento de las subjetividades y los cuerpos. El filme es ciertamente un canto al amor maternal, pero también un atisbo a las facetas menos amables de la condición de madre. Hay maternidades forzadas, negadas, migrantes, interrumpidas, jóvenes y viejas, delegadas y asumidas. Esta compleja gama no se presenta en toda su complejidad, pero sí se hacen visibles las múltiples violencias que las atraviesan.
En términos generales, la crítica feminista y la teoría crítica tienen enormes deudas con la maternidad y las madres. El feminismo blanco de la llamada “segunda ola” se negó casi sistemáticamente a pensar esta faceta importantísima de la vida de las mujeres por considerar a la maternidad como una categoría biologizante y esencialista. Fue la académica, poeta, madre y feminista lesbiana estadounidense Adrienne Rich la primera en indagar en profundidad este tema en su libro fundacional Of Woman Born. Motherhood as Experience and Institution (1976). El volumen, en el cual Rich combina la reflexión académica con sus propios testimonios como madre y esposa, tuvo escaso impacto en la academia y el activismo feminista de su entorno. (7) Visto hoy, este hecho resulta chocante si consideramos que ocurrió prácticamente en la misma década en la que Carol Hanisch publicaba su ensayo The personal is Political (8) y las teorías foucaultianas del biopoder ponían sobre la mesa la importancia del cuerpo dentro de las relaciones de dominación micro y macro políticas. No deja de sorprenderme que la maternidad, uno de los sucesos más desbordantes e intensamente corporales de la existencia humana (que involucra no solo la gestación, el parto y la lactancia, sino también la crianza y los cuidados basados eminentemente en el cuerpo tales como la caricia, los besos, el peinado y también la limpieza de excrementos, vómitos, lágrimas y babas) haya sido, y siga siendo, relegado hacia el rincón más silenciado y castigado de la vida de las mujeres, aún cuando la lucha feminista continua centrándose, en gran medida, en el debate sobre la maternidad bajo la forma del aborto. (9)
En general, y esquematizando al máximo, el rechazo a adentrarse intelectualmente en el universo de las madres partió, desde la teoría crítica y cultural eminentemente masculina, del más profundo desprecio e indiferencia hacia los temas y problemáticas femeninas. Desde el feminismo, sin embargo, provino del rechazo hacia el determinismo biológico y de la suposición de que existe una división tajante e insalvable entre el espacio público y el espacio doméstico (oikos griego). No sin razón, el feminismo se posicionó contra la relegación de la mujer al espacio doméstico y su consecuente restricción para acceder a la esfera pública, la vida política y la independencia económica. Sin embargo, aquella dicotomía de partida solo encuentra validez si se tienen como único referente las formas tradicionales de participación política, sin atender al carácter político de las esferas que han sido comúnmente entendidas y vividas como personales. En línea con lo anterior, el libro de Rich establece una diferencia fundamental entre la maternidad como institución y como experiencia: mientras la primera, sostiene, se inscribe en el orden público, la segunda se vive de manera personal y privada. El argumento central de Rich es que los cambios en la experiencia de la maternidad —es decir, en la práctica— necesaria y paulatinamente han de impactar y reconfigurar la maternidad en tanto que institución social históricamente esclerótica, conservadora y de sometimiento hacia la mujer. Si el supuesto conservador de que la felicidad en la vida privada, o sea, en la familia, es garantía de la concordia social, y esa felicidad recae ineludiblemente en la entrega y sacrificio de la madre, entonces una maternidad crítica y politizada, que desista de la abnegación y entienda el amor de una manera diferente, debería tener también un impacto político. Esto ha ocurrido ya con las subjetividades queer y heterodisidentes, quienes han hecho suya la reivindicación del cuerpo y han abierto sus espacios privados hacia lo público como gesto politizador. Así, tomo los comentarios de que Roma es una película en la que “no pasa nada” o en la que lo político queda relegado a un segundo plano, como las evidencias más concluyentes de cuán invisibles siguen siendo en nuestros días el trabajo doméstico, la crianza y los cuidados. Esto clausura la posibilidad de una estructura pública que los reconozca y aborde a nivel político.
Roma tiene múltiples capas de lectura y una densidad de sentidos en los que, transversalmente, se aborda lo social mediante la dialéctica entre lo privado y lo público, el cuerpo individual y el cuerpo social, lo personal y lo político. En primer lugar está Cleo, asumiendo los cuidados de los hijos de Sofía mientras vive un embarazo no deseado que culminará en un traumático aborto espontáneo. Luego está Sofía, madre abandonada de cuatro niños que después se convertirá en madre sostenedora y proveedora de la familia. También está Teresa, madre y abuela que acompaña a su hija Sofía en su proceso de divorcio. Me gusta pensar además en la madre de Cleo, viviendo en algún pueblo de Oaxaca, siendo despojada de sus tierras y sin poder seguir ni acompañar los procesos vitales de su hija. Prevalece en todos los casos el prototipo de la madre víctima, soltera o solitaria, que asume excesivas responsabilidades de cara a la ineptitud y negligencia de esposos y padres. ¿Es esto una reafirmación de las convenciones que celebran y mistifican la abnegación materna? ¿O es un retrato fiel que responde a la vocación realista del filme? Probablemente la inmediatez histórica no nos ha provisto del aparato crítico y los vocabularios que permitan responder categóricamente a estas preguntas, pero sin duda considero un aporte el hecho de que Roma haya hecho visible la enorme complejidad emocional, física, social, intelectual, ideológica y epistémica que subyace en el trabajo materno y femenino como la base última de la reproducción social. Lo hace, además, sin sobrecargar de histeria a sus mujeres, quienes generalmente mantienen su carga emocional a golpe de contención y matices —es social sin ser épica y melodramática sin paroxismos. Nuevamente, me inclino a pensar que el “no pasa nada” responde al desconcierto de un público acostumbrado a las maneras del melodrama en la cultura visual de México y América Latina (tomemos como ejemplo un fragmento de la telenovela María la del barrio, popularmente conocido como “maldita lisiada”, el cual se ha convertido en auténtico fenómeno de la cultura digital: se hizo viral en redes sociales y sobre él proliferan memes y GIFs que parodian sus excesos y arrebatos).
Aunado a todo lo anterior, y en consonancia, hay mucho cuerpo en Roma. Dado que el personaje protagónico es la sirvienta, Cleo, la realización y la fotografía se centran en capturar y transmitir su trabajo con el cuerpo. Esto no se limita a las labores domésticas más arduas, sino incluye también el trabajo afectivo con los niños (el arrullo nocturno, alimentar en la boca al más pequeño y, naturalmente, la proeza del rescate acuático hacia el final del filme). Dicho énfasis en el cuerpo tiene lugar mediante dos tipos de operación del lenguaje cinematográfico. Por una parte, al capturar el constante movimiento y el trabajo de Cleo y, por la otra, al configurar el espacio doméstico a través de la experiencia corporal y sensorial del mismo.
La abundancia de planos secuencia capta el incesante movimiento de Cleo alrededor de la casa: atiende solícita las peticiones de sus patrones y simultáneamente limpia y recoge el permanente caos que supone la vida cotidiana en una casa con cuatro niños y un perro. A menudo la privacidad de la familia tiene lugar en un segundo plano y el espectador solo ve y oye aquello que la misma Cleo puede ver y oír. Cuando los esposos pelean, por ejemplo, la cámara no se adentra en la habitación matrimonial y en cambio sigue a Cleo en su descenso por la escalera y su última ronda por el salón antes de retirarse a descansar. Así, la experiencia corporal de la casa se consigue no sólo mediante la detallada recreación de la parafernalia y mobiliario de la época, sino mediante una verdadera creación de atmósferas sensibles que apelan a la emotividad del espectador. Lo anterior va mucho más allá de calcar a la perfección cómo se veían las casas de la clase media en el México de los años setenta; radica, más bien, en la capacidad de evocar los olores, sabores y sonidos que envolvían su cotidianidad y articulaban la vida en su interior. Así, las sensaciones no se construyen exclusivamente mediante la visualidad, sino operan de manera sinestésica.
Lo anterior es un hecho sintomático. La teoría más reciente del cine se ha interesado por las posibilidades de la comunicación multisensorial en un medio que ha sido históricamente entendido como pura visualidad. En el año 2000 Laura Marks propuso el término de “visualidad háptica” para referir a lo que ella entiende como una visión en clave táctil dentro del cine. Linda Williams, por otra parte, ha estudiado lo que ella denomina como “géneros corporales” —tres géneros usualmente situados en la parte baja de la axiología cultural y que se relacionan de forma directa con fluidos como las lágrimas, el sudor y el semen: melodrama, terror y pornografía— y su capacidad de romper con el principio de distanciamiento entre el espectador y la película.
Sin ser una de las escenas más destacadas de Roma, encuentro especial el momento en el que Cleo y Sofía curan con vinagre las quemaduras solares de los niños durante el viaje a la playa. Es una escena aparentemente banal, pero que sintetiza muchas contradicciones. Por una parte, une a las dos mujeres (la madre biológica y la cuidadora o madre delegada) en un cuidado basado en el tacto y la piel. Por otro lado, la curación es un acto que implica dolor pero no por eso es menos amoroso. Finalmente, la eficacia de la escena radica en que gira en torno al cuerpo pero no está centrada en él a nivel visual, sino desde la creación de una atmósfera global sensible. Se trata de una toma amplia en la que la cámara no hace acercamiento alguno a los cuerpos despellejados, las manos de las mujeres o los rostros de los niños; por el contrario, la sensación que transmite está dada por el ambiente general: hay un forcejeo entre los niños, que se contorsionan, chillan y se resisten, y las mujeres, quienes, sin suspender la curación, tratan de calmarlos. En este punto encuentro similitudes con el famoso performance del colectivo feminista Polvo de gallina negra realizado en transmisión directa en un telediario: Maris Bustamante y Mónica Mayer colocaron una “panza de embarazada” al presentador del noticiero con la finalidad de convertirlo en el primer hombre que viviera la experiencia de ser “madre por un día”. Reveladoramente, la parte más importante de la acción no era la colocación de aquella suerte de prótesis ortopédica (el falso vientre), sino que se centraba en las sensaciones a ella asociadas. Después de colocarle el dispositivo, las artistas daban al presentador unas píldoras que supuestamente le harían sentir las náuseas, antojos, miedos e incomodidades propios de la gestación. Se desplazó así la corporalidad, en tanto que materialidad concreta, en pos de las sensaciones subjetivas y los sentimientos abstractos.
4. Notas de campo
No es casual que el estudio de Laura Marks sobre la visualidad háptica haya tenido como material de base algunas películas etnográficas de las décadas de 1980 y 1990. En los asuntos étnicos y raciales la piel es un elemento fundamental para la construcción de la subjetividad, las emociones y las relaciones sociales. En esta línea parece inverosímil, y es completamente ridículo, que en pleno siglo XXI uno de los grandes revuelos en torno a Roma tenga que ver con el hecho de que su protagonista sea de origen indígena y piel oscura. Lo anterior tiene que ver con un largo proceso sociohistórico de racismo y segregación en México en el cual no voy a entrar aquí porque ya ha sido bastante discutido. Pero por retomar el paralelismo con el que inicié este ensayo, vamos a decir que en 2018 dos morenas acapararon el centro de la atención pública en y en torno a México (me refiero a Yalitza Aparicio y el actual partido político en el poder). Ambas situaciones, me parece, son sintomáticas de la coyuntura actual del país, así como de la dialéctica entre los sedimentos ideológico-culturales locales y las aceleradas transformaciones geopolíticas a escala internacional.
Por un lado, tenemos el fervor hacia un político populista y un nacionalismo ramplón, cuyo discurso descansa en un léxico emocional casi cursi. Por otra parte está la impostación de orgullo y puesta en valor de “lo indígena” desde los medios de comunicación locales, un hecho que, significativamente, contradice todas las prácticas racistas que los han definido durante décadas. Las dos situaciones son viejas-nuevas conocidas que remiten a la época del nacionalismo proteccionista del priismo old school. Aquellos eran los tiempos en los que no se había suscrito el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el Ejército Zapatista no se había levantado en armas por considerar que dicho tratado era “el acta de defunción de las etnias indígenas del país”. (10)
Sin embargo muchas cosas son diferentes esta vez: el día que ganó las elecciones, López Obrador dijo que el arrasador triunfo de MORENA no habría sido posible sin las “benditas redes sociales” y el triunfo de Yalitza Aparicio tampoco habría sido posible sin Netflix. Para retomar las preguntas iniciales de este ensayo, digamos que aquella sensibilidad operando más desde la noción de lo transnacional y menos a partir de la imagen de lo nacional que de la que hablaba Reyes se activa en de identificaciones cruzadas que definen nuestro tiempo. Roma se centra en las subjetividades femeninas, y en particular en una, la de Cleo, que recorre de manera transversal la condición contemporánea de explotación feminizada propia del neoliberalismo. Lo anterior se suma a otras experiencias, no menos sacudidoras, como la migración, precarización, violencia y discriminación (ya sea directa o, como en el filme, trasvertida de condescendencia). Así, el drama de Cleo es a la vez profundamente mexicano y perfectamente trasnacional.
Pero volvamos a la “visualidad háptica” y la ambivalente dimensión nacional-trasnacional de Roma, esta vez desde otra escuela teórica del cine vinculada con los estudios poscoloniales. El término “cine con acento” acuñado por Hamid Nacify en 2001 refiere a la experiencia de migración vivida por los propios cineastas, así como a la relación que sus prácticas cinematográficas mantienen con las industrias internacionales, locales, mainstream y artesanales. Más aún, sostiene Nacify, en el “cine con acento” las producciones están pensadas para facilitar diferentes tipos de encuentros sensibles y subjetivos, ya sea entre personas con un origen étnico diferente, o bien entre el cineasta migrante y su país de origen perdido. En este último caso es común que los cineastas recurran a lo que el autor denomina como una “óptica táctil” es decir, a construir un discurso cinematográfico que otorga más peso a las imágenes y recuerdos vinculados con “lo háptico o lo olfativo para indicar su origen no público, privado e íntimo”. (11)
Es por demás sorprendente cuán acertado resulta este aparato teórico en relación con Roma. Y es que Alfonso Cuarón (12) es un ejemplo prototípico del cineasta emigrante descrito por Nacify o, para ser más precisos, de aquella subjetividad que Gayatri Spivak ha denominado como “poscolonial diaspórica” o “poscolonial cosmopolita”. En su ensayo titulado ¿Quién demanda alteridad? la pensadora de origen hindú postula estas denominaciones pensando en sí misma y su paradójica condición de mujer nacida y criada en el seno de la alta burguesía de un país periférico y, posteriormente, inserta en las más altas élites intelectuales a nivel internacional. Así, sostiene Spivak, este tipo de sujetos poscoloniales cosmopolitas (o lo que en el caso de Cuarón yo llamaría “subalterno cosmopolita”), desempeñan un papel fundamental como ideólogos involuntarios. (13)
A menudo, nos dice Spivak, el poscolonial cosmopolita se encuentra cómodo produciendo y simulando “el efecto de un mundo de antaño, constituido por las narrativas legitimadoras de la especificidad y la continuidad culturales y étnicas, mientras todo ello va hilando una identidad nacional casi sin costuras —una especie de ‘alucinación retrospectiva’”. (14) En efecto, no son pocas las contradicciones que envuelven las dinámicas culturales de estos informantes-traductores, quienes suelen actuar dentro, fuera y alrededor de sus propios contextos de origen, así como de los centros mundiales de poder, y cuyas producciones culturales con frecuencia enuncian alteridades cómodas y fácilmente asimilables para la posmodernidad globalizada (lo que denomino como el efecto Netflix). En palabras de Spivak: “al tener muy en mente la previsibilidad banal del aparato cultural en la sociedad transnacional, se podría decir que el cambio al transnacionalismo trajo consigo un tercermundismo más ligero y más benévolo a la academia euroestadounidense”. (15)
Así pensado, resulta inviable tratar de hallar el México de Roma en el lejano 1971. Debíamos tal vez buscarlo en el delicado tamiz por el que Cuarón lo ha hecho pasar. Como bien detecta Dean Luis Reyes, Roma es un ajuste de cuentas con una infancia añorada, un estadio patrimonial en el que el adentro (la casa) es tibio y generoso y el afuera (la calle), peligroso y violento. Fuera de la casa se entrena el colectivo paramilitar y tiene lugar la sangrienta represión de la protesta estudiantil; es lejos de casa, en el mar o el bosque, donde radican los peligros más inefables. Así, las nociones de casa, familia y país (aún cuando se presentan en toda su fractura e imperfección) se homologan y mantienen como el último reducto emocional frente a un mundo exterior hostil y amenazante. Como decía el pensador chileno Humberto Giannini, el domicilio es símbolo de un "regressus ad uterum” mientras que el mundo “con sus postergaciones, con su despiadada competencia 'está allá’”. (16)
Siempre me llamó la atención que el magnífico libro de Witold Rybczynski acerca de la historia de la casa tuviera como subtítulos palabras que refieren a sentimientos subjetivos (nostalgia, domesticidad, comodidad, intimidad) y no a espacios objetivos (cocina, habitación, baño, etc.). Tal vez el poder de Roma para comunicarse con un amplio público internacional tiene que ver con que el espectador, sin haber conocido nunca una “zotehuela” (palabra que solo he escuchado en México y que ni siquiera está registrada en la RAE), puede hallarse a sí mismo en las ricas sensaciones de lo doméstico; en la evocación de la infancia y el país natal, hacia el cual, a decir de James Clifford, no hay posibilidad de retorno, sino solo “notas de campo para su reinvención.” (17) Estamos, precisamente, frente a esa reinvención personal y subjetiva, en la que el texto cinematográfico actúa como reelaboración de la memoria y negociación de un pasado simultáneamente colectivo/compartido y personal. La elaboración de este pasado, sintomáticamente, no busca ni contempla la necesidad del consenso, pues está hablado mediante un tipo de lenguaje y un vocabulario que embona directamente con la emoción (y sobre emociones —recordemos a Blades— es difícil discutir). Podría decirse que Roma reinventa el cine de lágrimas. O tal vez sea solo una nota de campo para su reinvención.
No hay comentarios:
Publicar un comentario