Avelina no miente cuando pone en evidencia que mucho arte contemporáneo es un fraude y que mucho del llamado “arte conceptual” es una tomadura de pelo.
Todo en torno al Museo Internacional Barroco (Puebla, México), desde su concepción hasta la fecha, carece de consistencia, nivel y enfoque. Se ha dicho hasta la saciedad cuán delirante y turbio fue en términos de gasto público y cómo por su ubicación, fuera del centro de la capital poblana, quintaesencia del barroco en todo su esplendor, tiene toda la pinta de ser más un estímulo a la especulación inmobiliaria que una iniciativa de promoción cultural. Se ha señalado también que carece de programación y de un equipo serio, capaz de llevar adelante un museo de la pretendida envergadura del MIB. Las exposiciones que ha tenido han sido, en el mejor de los casos, de un nivel cutre y, en el peor, han estado guiadas por malas prácticas —como es el caso de la recientemente inaugurada exposición de José Lazcarro. Esto último (las malas prácticas) parece que se impone como tendencia en la escena cultural local; para ello basta ver la reciente exposición de Picasso, cuyo curador resulta estar imputado en España por presuntos vínculos con la mafia china.
Ante un largo historial de incompetencia en la gestión cultural por parte de los gobiernos estatales y municipales, distintos colectivos, artistas, gestores, estudiantes y académicos han manifestado su descontento. No es solo que se emplee la cultura como pretexto para el derroche en obras públicas y manipulación de intereses opacos (y su consecuente derrama de corrupción), sino que de contra se hace mal. Es difícil decir qué es más deficiente en todo esto, si el hardware o el software (si lo hay). Quisiera creer que la presencia de un personaje como Avelina Lésper en el MIB es el nivel más bajo al que esto puede llegar, pero me temo que, por desgracia, todo, siempre, puede ir a peor.
Avelina Lésper ha realizado severas y falaces críticas al arte contemporáneo desde una retórica sensacionalista y agresiva, que ha hallado eco en un sector de la población alejado y desinteresado por el arte y sus dinámicas. A menudo se ha replicado desde el “mundo del arte” aduciendo la ignorancia (tanto de ella como de sus seguidores) como el factor clave detrás de su perorata y de la notoriedad que ha cobrado.
En un país con los niveles de México (de los puestos más bajos en las pruebas escolares a nivel internacional, de los países que menos leen en el mundo, etc), el hecho de que el “mundo del arte” sea tan indiferente ante la ignorancia generalizada, y de contra culpe o señale a los ignorantes por serlo y por no gustarles el arte, resulta bastante grave. Partamos del hecho de que la práctica artística en el país se constriñe en general a una clase media alta y alta, y, como todo en México, su poder está centralizado en la CDMX y los circuitos cosmopolitas que la ensanchan. La persona que trabaja en el servicio doméstico de mi casa es una mujer de origen indígena que desde hace décadas pertenece a una clase baja urbana. Es una de las personas más sensibles e inteligentes que conozco, a la que le tocó la jodida suerte de ser mujer en México, nacer pobre, vivir pobre y que seguramente morirá pobre. En el remoto caso de que le interesara asistir a una exposición de arte, sin duda preferiría la de Lésper que alguna de, por ejemplo, Joseph Beuys ¿Me van a decir que se vale señalarla por ello?
La situación es compleja y ante ella un emplazamiento inteligente, eficaz, ético y sin populismo es, y debería ser siempre, el desafío permanente de nuestra intelectualidad. Responder a las provocaciones avelinescas desde el esquematismo con que ellas mismas operan resulta no solo inefectivo, sino tristemente autocomplaciente. Pero dejando de lado el asunto de los públicos, sus preferencias, gustos y preparación (un tema de por sí complicado en los debates sobre el arte contemporáneo en occidente y no sólo en los países pobres), enfoquémonos en el discurso de Avelina.
Avelina no miente y las verdades duelen. No miente cuando señala que es una burla que una obra de arte contemporáneo se venda a los precios en que se vende o cuando pone en evidencia que mucho arte contemporáneo es un fraude y que mucho del llamado “arte conceptual” es una tomadura de pelo. Tampoco miente cuando asegura que un buen artista debería tener talento o que los excesos discursivos en el arte han aniquilado, casi por completo, la poesía de lo material en la obra.
En efecto, para que el arte sea conceptual no basta con nombrarlo como tal; este debe, por principio, tener concepto. Y precisamente de concepto es de lo que carecen muchas de las piezas que se venden, por ejemplo, en zonamaco —donde Avelina realizó un provocador video en el que ponía en evidencia a una joven que no logró explicar el concepto detrás de su obra. En el buen arte conceptual el concepto no está detrás (ni delante, ni al lado) de la obra; sino que es la obra en sí. Un buen artista ha de tener talento, no sólo para generar concepto, sino para encontrar las soluciones formales que permitan que su concepto no esté detrás, ni al lado, ni arriba de la obra (a modo complementario o hasta sustitutivo), sino de que la obra misma sea su concepto. El arte no solo es de concepto, también es de acción, sensación y afecto. El artista, por tanto, ha de actuar, ser sensible y vincularse afectivamente. El arte no es solo todo lo anterior (y mucho más) sino también se ha convertido en una carrera que se estudia en las universidades, por lo que el artista también ha de ser competitivo, profesional, eficiente y, sobre todo, poder vivir de lo que hace. Visto así… ¡qué difícil es ser artista! … ¿cierto?
Pablo Helguera, Artoon |
Avelina no miente, pero es falaz. Detectar lo falaz de su discurso podría ser tarea de un curso básico de lógica elemental. La falacia que usa Avelina se llama falacia de composición y consiste en argumentar que si un conjunto está compuesto por partes que tienen cierto atributo o propiedad, todo el conjunto presentará el mismo atributo o propiedad. El arte es una más de las actividades especializadas que realiza el ser humano. Como en la medicina, la ingeniería o la repostería, en el arte hay los que lo hacen bien y los que lo hacen mal, y también hay un campo expandido de prácticas y discursos que conforman lo que llamaríamos un mundo del arte (véase Rancière).
Si estableciéramos una analogía con la medicina, podríamos decir que hay médicos buenos, malos y mediocres; eminencias y principiantes. También hay enfermeros, hospitales y vendedores de batas y material quirúrgico. Congresos de medicina, centros de investigación y asociaciones. Revistas especializadas, médicos que acuden a la TV a hacer divulgación y médicos familiares. Hay médicos altruistas y médicos que se dedican a operar narices de multimillonarias. Médicos que viven de su profesión recibiendo una remuneración proporcionalmente justa y médicos que aprovechan la calidad de su ejercicio profesional y/ó su prestigio para cobrar por sus servicios una plusvalía oprobiosa y excluyente. Y también hay negligencias médicas que son delitos y que deben castigarse.
Que en el medio especializado en que ha devenido el arte contemporáneo haya excesos, malas prácticas y una infinita gama de gustos y calidades no quiere decir que todo el arte sea un fraude. Pero es importante reconocerlo. Desde el mismo mundo del arte lo han hecho sagazmente Andrea Fraser, Pablo Helguera y Santiago Sierra, por mencionar tres de los ejemplos más elocuentes. El arte ha pensado sobre sí mismo y, más a menudo, ha pensado el mundo y sus posibilidades. También ha incidido en la realidad social y política. El arte es realidad social y política. El arte es mucho más que los vicios de su mercado y los circuitos de poder detrás de ferias, bienales e instituciones. Es más que la pretensión y el ego de algunos y los intereses colaterales de otros. Sobra soberbia, falta humildad y, como dijo Macedonio Fernández, en el arte, las obras sobre las dudas del arte merecen más confianza que las que hablan de las certezas del arte.
Que Avelina Lésper asegure desde una pretendida erudición que el arte contemporáneo es un fraude, es el verdadero fraude. Como dije antes, ella parte de hechos reales, pero construye un argumento falaz —Alberto López Cuenca llamaba mi atención hace unos días sobre cuán errónea es también su conclusión de que la solución al “fraude” contemporáneo sea la vuelta a la academia al estilo siglo XIX. Repito, las verdades duelen. En el caso de Avelina me da la sensación de que a más de uno esas verdades no les duelen, sino les irritan reactivamente. Siguiendo con la analogía médica: para algunos no se trata de un dolor sintomático que acuse un mal que deba sanarse, sino una molesta comezón, un sarpullido que se quita con pomadas. Seamos humildes y reconozcamos que Avelina Lésper ha sido la niña gritando que el emperador está desnudo… y reconozcamos también cuán triste resulta que sea un personaje como ella quien encarne al niño en nuestro cuento. Su voz no es genuinamente crítica, suficientemente aguda, espontáneamente oportuna ni inocentemente maliciosa.
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